"El Mito de la Diosa Fortuna", Jorge Bucay


Hubo una época en que los destinos de la humanidad
dependían de los caprichos de los dioses.
El Olimpo era el templo en donde se cocinaban los más bellos y 
los más horrendos  sucesos  del mundo terrenal.
Terremotos, guerras, amores trágicos y monstruos invencibles eran creados,
enviados y decididos por la comunidad mitológica.


De entre todos, Zeus era el más imponente. 
Jefe y padre de  de todos los demás, gobernaba con mano dura
y hacia valer su voluntad y capricho
sobre cada suceso, cada hecho, cada instante.
Como todos los dioses griegos, Zeus distaba mucho de ser moralmente correcto,
éticamente respetable o políticamente justo. 
Más bien se le describe como irascible, caprichoso y autoritario.

Pero además Zeus era famoso por su insaciable apetito sexual
Siempre estaba enamorándose, conquistando o llevando a la cama 
a alguna hembra, algún jovencito y alguno que otro animalejo
simpático y seductor. De sus aventuras sexuales,
(no eran épocas de preservativos, ni de cálculos controladores
 de natalidad), nacieron algunos dioses, varios semidioses
y unas cuantas criaturas extrañas.

Una noche, borracho de vino y de pasión, Zeus se acostó
con la hermosa Thetis, diosa de lo legal y lo justo,
a la que hacía tiempo, le había echado el ojo.
De esa unión entre lo anárquico y lo que debe de ser,
nació Thyké (para los romanos Fortuna),
hermosa muchacha que gozaba de los favores de su padre
(cosa bastante poco frecuente en la vida de Zeus).

Cuenta la leyenda que ya desde pequeñita, Zeus la mandaba a buscar
y la hacía conducir a su presencia para que permaneciera cerca de él.
Para intentar entretenerla, el dios supremo pidió a cada uno
de los habitantes del Olimpo  que enseñara algo a su hija preferida.
A Mercurio, específicamente, le encomendó que
la entrenara para correr más rápido que nadie.

Ya a los ocho años, Fortuna movía los pies más rápido que
los alados tobillos de Mercurio y era capaz de ganarle
una carrera a cualquiera: dios, humano o bestia.

A Deméter le pidió que le enseñara todo sobre
la cosecha y los árboles frutales.
Fortuna sabía diferenciar, con velocidad y precisión,
cada una de las especies vegetales de Grecia.
Sabía dónde crecía cada arbusto, cuándo florecía cada plantita
y cómo cosechar cada siembra.

A Hera, su legítima esposa, Zeus no le pidió nada.
Quizá por celos, la diosa de la estabilidad, y la familia,
no quería ni ver a Fortuna.

De hecho, cuando Thyké cumplió los quince años,
Hera impuso en el Olimpo una regla de moralidad:
“nada de hijos bastardos entre los dioses.”

Aquellos que no fueran hijos de una unión pura, debían morar
entre los humanos...  Sin embargo ya era tarde para contrariar a Zeus,
el astuto jefe había urdido un plan para que Fortuna, por fuerza,
se quedara entre los dioses,  y no solamente no fuera rechazada,
sino todavía más cuidada y mimada por todos.

Para ser un dios, como se sabe, hay que ser inmortal, sano, joven y bello
 de forma permanente. Esto se conseguía bebiendo cada mañana
la cantidad necesaria  de néctar y comiendo la dosis
imprescindible de ambrosía, los alimentos sagrados que otorgaban esos dones.

Cuando el entrenamiento de Mercurio y Deméter hubo terminado,
 Zeus anunció cambios en el Olimpo.

A partir de aquel día, el néctar y la ambrosía no aparecerían
mágicamente en una botella en la cesta de sus desayunos,
 sino que se encontrarían en los primeros frutos
de cada mañana de los árboles de la tierra.

Las primeras manzanas, los primeros melocotones, las primeras fresas
de cada día  llevarían en su pulpa los nutrientes mágicos para mantener
a los habitantes del Olimpo jóvenes y saludables,
y por lo tanto, inmortales y por lo tanto, dioses.

Para evitar que los humanos comieran de esos poderosos elixires,
 Zeús dictaminó que el más pequeño rayo de sol  que bañara los frutos
 recién nacidos inactivara los líquidos tan preciados.


El plan estaba completo. Pero ¿quién podría reconocer y recolectar
 los primeros frutos del día, tan hábil y velozmente como para que
 las primeras luces del sol no los alcanzaran?
Unicamente Fortuna.


Y así fe. Todas las madrugadas, Fortuna salía presurosa
a recorrer toda la tierra para recoger los primeros frutos de cada árbol
antes de que el sol dañara su maravilloso contenido.
Los reunía en un cesto y velozmente los subía al Olimpo
 para el desayuno de los dioses, que aplaudían y festejaban su eficiencia

Una mañana Fortuna no llegó a tiempo, los dioses empezaron a desesperarse.
 No pasaba nada si un día no se alimentaban del néctar pero si la ausencia
 se prolongaba, morirían, enfermarían o peor aún, envejecerían.

Una comisión de dioses, fue a buscar a Fortuna por las calles de Grecia.
  Allí, se enteraron de que un pescador la había atrapado accidentalmente
 mientras lanzaba sus redes al Egeo. Fascinado por su belleza y sorprendido
 por el destino final de su carga, no quiso dejarla partir.

Los dioses se aparecieron ante el pescador y le preguntaron
que quería a cambio de dejarla ir.
El hombre temblando preguntó:

-       puedo pedir lo que quiera?
-       lo que quieras, dijeron, los dioses, - se te concederá y la dejarás
en libertad.

El pescador pidió, y todo lo solicitado le fue concedido,
 después de lo cuál Fortuna estuvo otra vez libre.

Los dioses volvieron al Olimpo. Su provisión de alimentos
estaba otra vez a salvo y en buenas manos.

Entre los humanos empezó a correr la voz: “el que atrapara
a Fortuna podría pedir a los dioses  lo que quisiera,
 porque ellos se lo concederían a cambio de su libertad”.

Enterada del peligro, Fortuna tomó más y más precauciones,  y pidió al resto
 de los dioses que le enseñaran algunas cosas más en beneficio mutuo.
De Diana aprendió a escabullirse para que nadie la viera.
 Empezó a viajar con mucho sigilo, sin dejar que se notara su presencia.

De Afrodita, a peinar su hermoso y largo cabello bien estirado
y rematado  en una maravillosa trenza que, en lugar de peinar
hacia la espalda  como había hecho hasta entonces,
empezó a dejar caer hacia delante,
 saliendo de su frente y descendiendo hasta el pecho.

De Urano aprendió a no dejarse atrapar por nadie,
 y de Ares la estrategia de la guerra.
 Posiblemente como producto de todo este aprendizaje,
 y por temor a que le tendieran una emboscada, al hacer su camino habitual,
Fortuna decidió que su andar no debía ser previsible.



Para evitarlo, tomó una caprichosa decisión:

 su pie jamás debería de pisar su propia huella . . .

Un poco por hábito y mucho seguramente por sus excentricidades,
 esta decisión se volvió obsesión, y la diosa Fortuna se cuidaba muy bien
 de no volver a pasar dos veces por el mismo lugar.

De Baco aprendió las virtudes del vino para así emborrachar
 a los que consiguieran atraparla y escaparse, dejándolos sin nada.

Cuenta la leyenda, que sigue siendo cierto que si en tu camino
 atrapas alguna vez a la diosa Fortuna, los dioses te concederán
 lo que desees para que la dejes libre.

Por lo tanto, recuerda...


Deberás estar atento, con los ojos bien abiertos y la mirada curiosa.



Deberás cambiar de lugar en vez de esperarla siempre en el mismo sitio, 
porque bien podría ser que ya haya pasado por allí y nunca repita su paso.

Deberás verla acercarse, reconocerla.

Tendrás que acercarte cuando pase por tu lado:
si te distraes no podrás agarrarla ni de la trenza porque
ésta cuelga hacia delante.

Si se te escapa, no la persigas, porqué corre mucho más rápido que tú.

Sólo aprende y permanece alerta para
la próxima vez que te cruces con ella.


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